En este caso no podemos hablar de LEYENDA,
sino de HISTORIA, ya que todos los hechos y nombres que se citan, están
conveniente e históricamente registrados y avalados por sus correspondientes
documentos.
Antiguamente, como en gran parte de España, en Sevilla
convivían tres grandes religiones: la cristiana, musulmana y la judía.
En Sevilla se alojó una importante colonia hebrea,
especialmente desde la destrucción del califato, en que muchas familias
de Córdoba la eligieron como nuevo refugio a principios del siglo XI.
La primera judería se encontraba en el lado oeste
de la ciudad en donde hoy se encuentra la iglesia de la Magdalena y San
Lorenzo.
Esta judería desapareció para desplazarse al Barrio
de Santa Cruz y, sobre todo, San Bartolomé, en donde permanecería hasta la
expulsión de los últimos judíos por los Reyes Católicos.
Como en todos sitios, eran grandes comerciantes,
dedicados también al préstamo del dinero. Esta razón, sumada a la diferencia de
creencias religiosas, hacía que fuesen personas no queridas por los cristianos,
que empezaron una campaña contra ellos.
La cosa ya venía de un siglo antes, cuando se
produjo una gran matanza, con cerca de cuatro mil judíos muertos, en la que
casi desaparecieron los judíos de Sevilla.
Como represalia, los judíos intentaban, mediante un
complot, hacerse con el control de la ciudad. Para ello también buscaron el
apoyo morisco.
El lugar elegido para la reunión fue la casa de Diego
Susón, judío converso, cabecilla de la revuelta.
Este banquero vivía con su hija Susana Ben
Susón, conocida en la ciudad como “la fermosa fembra” por razones
obvias.
La judía recibía tantos halagos de sus vecinos que
le hizo soñar con alcanzar un puesto en la vida social de la ciudad y comenzó a
verse con un caballero cristiano, perteneciente a una de las más nobles
familias de Sevilla.
Una noche, mientras esperaba en su casa que todos
se acostasen para ir al encuentro de su amante, se enteró de la conspiración
que tramaban los suyos con su padre a la cabeza, parte de la cual consistía en
asesinar a los principales cargos públicos y caballeros de la ciudad.
Temiendo que le pasase algo a su amado, Susona
acudió a él para advertirlo del peligro que corría y que así éste pudiese
ponerse a salvo.
No se dio cuenta que con ello ponía en peligro a
toda la colonia judía de Sevilla.
Su amante informó inmediatamente al asistente de la
ciudad, don Diego de Merlo, quien ordenó detener a los cabecillas de la misma.
Pocos días después fueron ahorcados en Tablada, donde se ejecutaba a los
facinerosos, parricidas y peores criminales, cuyos cadáveres permanecían todo
el año colgados, y una vez al año se recogían sus restos y se enterraban en el
cementerio de ajusticiados en el Compás del Colegio de San Miguel frente a la
Catedral.
La lista de ajusticiados fue la siguiente: Diego
Susón; Pedro Fernández de Venedera, mayordomo de la Catedral; Juan Fernández de
Albolasya, el Perfumado, letrado y alcalde de Justicia; Manuel Saulí;
Bartolomé Torralba, los hermanos Adalde y hasta veinte ricos y poderosos
mercaderes, banqueros y escribanos de Sevilla, Carmona y Utrera.
A partir de aquí termina la historia y empieza la
leyenda, de la que existen dos versiones. Según una de ellas, al ser repudiada
por su pretendiente y por los judíos, como causante de la muerte de su propia
gente, y tras caer en la cuenta de su grave error, la Susona, desesperada,
busca ayuda en la Catedral, donde el arcipreste Reginaldo de Toledo, obispo de
Tiberíades, la bautiza y le da la absolución, aconsejándole que se retirase a
hacer penitencia a un convento, como así lo hizo y permaneció allí varios años
hasta tranquilizar su espíritu. Más tarde, volvió a su casa donde en lo
sucesivo llevó una vida cristiana y ejemplar.
La otra versión es diametralmente opuesta: fruto de
sus amores con un obispo tuvo dos hijos y, tras ser abandonada por éste, se
hizo amante de un comerciante de la ciudad.
A la muerte de la Susona y tras abrir su
testamento, se encontró en él escrito:
“Y para que sirva de ejemplo a los jóvenes en
testimonio de mi desdicha, mando que cuando haya muerto separen mi cabeza de mi
cuerpo y la pongan sujeta en un clavo sobre la puerta de mi casa, y quede allí
para siempre jamás”.
Se respetó su voluntad y, tras su muerte, y durante
más de un siglo, hasta bien entrado el 1.600, permaneció la cabeza de ésta en
dicho lugar en la conocida por este macabro motivo como calle de la Muerte.
Tiempo después se colocó un azulejo con una
calavera y se cambió el nombre de la calle, por el de Susona, que todavía
permanece.